Era de
noche, un 21 de octubre. Un hombre de 72 años es introducido a empujones en el
interior de la pequeña iglesia del pueblo. Dentro, vislumbra a dos personas,
varones, que ya conoce. A punta de pistola están cavando, en una de las
capillas laterales, una tumba. La suya. Dentro de la iglesia están
también los que serán sus asesinos, un grupo de 18 personas, 4 de ellas mujeres.
Bajo el altar ya hay otra tumba excavada. La destinada para él.
Los van
a matar. A los tres. Se prepararan. Primero, la tortura. Como se hace en las matanzas
de los cerdos, los van cogiendo, de uno en uno, y utilizando un cuchillo de
matarife, los degüellan para que se desangren. Después, los trocean. Dejan para el final al señor mayor. Él lo ha
querido así, para dar aliento a sus amigos. A él también lo desangran. Algunas
mujeres van con baldes a coger su sangre, aún fresca y antes de que se coagule,
“para hacer morcillas”. Después, lo apuñalan y lo rematan con un tiro en la
nuca. Sobre su cuerpo muerto, bailan los asesinos, para acabar enterrándolo
boca abajo en la tumba.
Poco más
de un mes antes, el 11 de septiembre, otro grupo había cogido a un joven de 24 años, le habían cortado la lengua en vivo, le habían apaleado y lo
habían arrojado, ya moribundo, a un barranco. Su cuerpo nunca se encontró.

Cuando
a la madre de Antonio (al que le cortaron la lengua por negarse a blasfemar) le dijeron que habían detenido a los asesinos de su
hijo, le preguntaron qué quería que hicieran con ellos. “Quiero verme con
ellos y con mi Antonio en el cielo”.
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