13 de abril de 2020

Sanitarios que curan cuerpos… y almas


Cuando el día 1 de marzo celebrábamos el cumpleaños de mi padre todos juntos en familia (sí, 1 de marzo, todos juntos, apelotonados de hecho, en un restaurante en el que había mucha gente porque además ese día era el Clásico), yo le pregunté a mi hermano pequeño, Pablo, médico, si realmente era tan grave el coronavirus, porque en aquella época estábamos todavía en la fase de “esto es una simple gripe que vamos a pasar todos”. Y mi hermano, con ese laconismo que le caracteriza, todo lo contrario a mí, ya lo comento yo todo por él, me dijo: “Bego, este virus para el mundo”.

Pues eso. El Papa Francisco ha cerrado el círculo identificando a los sanitarios con los santos de la puerta de al lado y ha recomendado a los jóvenes pero en realidad a todos que nos fijemos en los héroes de verdad, que no son los que tienen fama, dinero, éxito o poder, sino los que se están dejando la piel por curar a los enfermos y por hacer la vida mejor a los de alrededor. Mis héroes tienen nombres propios: Pablo y su mujer, María, también médico. Y mis otras heroínas con nombre, Marta y Cuca, enfermeras, amigas.

Mientras yo estaba intentado sacar entradas para un concierto de Camela el 7 de marzo en el WiZink Center o pensando en aprovechar las últimas rebajas o llenando de adornos y de parafernalia mi agenda, mi Semana Santa y hasta mis vacaciones de verano, y pensando en que no podía retrasar más la rematriculación en mi gimnasio -vaya ironía, ahora el ejercicio lo hago en casa-, ellos se angustiaban porque sabían que los hospitales se iban a saturar, que moriría gente porque no habría forma de atender a todos y que no tenían equipación para protegerse de un virus que se contagia con mirarlo.

Sabían lo que ahora ya todos hemos visto. Y a mis padres los confinaron en casa una semana antes con el mantra “ahora no os podéis contagiar, ahora no. Que pasen unas semanas, pero ahora no”. Veían el pico y la curva con la claridad de la mejor versión de Fernando Simón. Y veían cómo sus urgencias se iban saturando y cómo sus hospitales iban liberando plantas, para ucis y para no ucis, pero para coronavirus en definitiva. Cuando empezaron a ocupar camas una detrás de otra, “son de la edad de papá y mamá, Bego”, había un nudo grande en la garganta porque junto a ellos llegaron los protocolos de actuación para cuando murieran.

Y mi hermano pequeño y mi cuñada, pero también mis enfermeras, llevan semanas con sus capas de superhéroes por sus hospitales. Agotados y con los riesgos pero cumpliendo su deber que a la vez es su vocación: salvar vidas. Ellos dicen que no hacen nada extraordinario, que es lo que han hecho siempre pero que ahora se ve. ¡Pues qué bien que se vea! Porque en una sociedad en la que se avanzaba en la cultura de la muerte, ver a nuestros sanitarios luchando por la vida es alentador.

Y verles no sólo curando cuerpos sino también almas es para llorar: como me contaba un amigo, saber que un padre del que no has podido despedirte ha muerto tranquilo y preparado porque te lo ha dicho por teléfono el médico que le atendía da paz. Mucha paz. Aunque el duelo haya que hacerlo después; pero de momento, hay paz.

Y dentro del desconcierto y la angustia, los sanitarios tienen sus recompensas: los aplausos, desde aquel primero del 14 de marzo, que les hicieron llorar; las comidas que les envían al hospital; el “gracias, tía María, por cuidar a los enfermos del coronavirus; te quiero mucho” que mandó en vídeo mi sobrina mayor; y un cartel que una mañana se encontró mi cuñada en la puerta de la habitación de uno de los enfermos, escrito de su puño y letra: “Gracias por ser nuestros super héroes. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.


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