El otro día conocí a Lara. Pestañas enormes, muy morena de piel. Sonríe constantemente. Es feliz. Y lo observa todo con unos ojazos negros que te dan hasta hipo. Pero en realidad a quien me hubiera gustado conocer es a su madre. Y me pregunto qué le llevó a esta ¿niña, joven, mujer adulta? a llevar nueve meses a Lara en su tripa, a parirla y a darla en adopción. Hoy, cuando todo es tan fácil que lo fácil parece difícil, la madre de Lara decidió que le iba a dar una oportunidad a su niña.
Y llegó el primer hola y el último adiós en el paritorio, así, todo de seguido, sin tiempo a más. Firma de papeles, burocracia fría, renuncio a mi hija y se acabó lo que se daba. Y me dibujo una horrible historia de dolor y sufrimiento en esa madre que es generosa hasta el extremo para haber dejado que su hija haya crecido dentro de ella para que, ya fuera, tenga la vida que ha soñado para ella, y que, por alguna razón, no pasa por estar a su lado.
Y ahora Lara, que no llega al año de vida, va a volar hacia su casa definitiva, hacia unos padres adoptivos que, quiero creer, algún día le contarán que tuvo una madre que nunca pensó que ella fuese sólo un conglomerado de células, un ser vivo pero no humano. Quiero creer que estos padres le contarán a Lara que, como su madre era la que paría, su madre decidió: y quiso que naciera, porque supo que la vida de Lara era distinta a la suya, y merecía ser vivida.
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