Siempre quise escribir sobre esto: el cambio radical de Letizia. Y ahora ya tengo la excusa perfecta porque además creo que ha perdido el norte. A su cambio asombroso de cara (cada vez se parece más a Rania de Jordania que a ella misma) se suma el vestido con transparencias en la espalda que ha lucido en una de sus cenas en el viaje que acaba de hacer a Estados Unidos, más propio de una que va a recoger el Oscar (y ya casi ni eso, que al otro lado del charco hasta a las actrices les piden recato en las galas) que de una futura reina de España, por mucho Felipe Varela que sea.
Lo del cambio de cara cada vez lo entiendo menos. ¡Pero si era mona! Se pintaba bien los ojos, era expresiva, se peinaba bien... Ahora, al margen de lo flaca que está (tanto que hasta hace feo cuando va con vestidos tan aireados), junto con las arrugas le han desaparecido los labios, le ha aparecido mandíbula al quedarse con menos barbilla, tiene unos pómulos que parece una marioneta y no se le mueve ni un sólo músculo de la cara cuando sonríe de lo estirada que la tiene.
Una vez leí un estudio que habían hecho en Estados Unidos en el que constaban que había muchos niños con problemas emocionales debido a que sus madres, de tan operadas como estaban, no podían mostrar nada con sus rostros: ni alegría ni tristeza ni enfado ni miedo ni felicidad ni paz... Nada. A lo mejor es que Letizia ha decidido que para no poner caras (porque a ella eso de trabajar como princesa le agota y no le gusta nada salirse de su horario), mejor se la deja inerte y así no tiene que preocuparse.
Creo que Letizia aún no sabe cuál es su sitio: no es una estrella que tenga que lucirse, es una señora que se ha casado con un príncipe que un día, en principio, será Rey y la función que a ella le corresponde es la de trabajar por su país y representarlo fuera. A ver, aparente tiene que ser, pero ¡ya lo era! ¿Para qué cambiarse a otra?
Por cierto, maravillosa esta galería de fotos de El Mundo con el antes y el después de Letizia. Adjunto una muestra muy ilustrativa.