22 de septiembre de 2017

De cuando el Rey Felipe me miró y me sonrió

Mi deriva republicana de los últimos años, especialmente desde que Letizia dejó de ser mi reina favorita, se ha visto hoy seriamente tocada (y casi hundida) de manera abrupta y totalmente sorpresiva para mí por un encuentro fortuito con el Rey Felipe que aún me tiene desconcertada en mi ser más íntimo. Mediodía, Plaza de Oriente (Madrid). Yo, de paseo en la hora de la comida. Mucha policía y mucha niña-señora mona y mucho cochazo oficial con guardaespaldas. "Ah, los Reyes, que están en el Teatro Real". No puedo evitar esa sensación de curiosidad e incluso emoción que se me despierta ante un evento de cualquier naturaleza que involucre a cuerpos de seguridad del Estado desplegados y masas de gentes congregadas ante dicho evento, a modo de fraternidad, ya sea que están los Reyes, que La Vuelta pasa por mi pueblo, que son los fuegos artificiales o que hay huelga de Metro y está todo el mundo negro.

Ante el Teatro Real no había masas, sólo unos cuantos turistas frente a la puerta por la que, y ya es inminente, saldrán los Reyes. "Ah, hay un hueco. Pues me pongo". Hala, justo enfrente; llegar y besar el santo. A mi izquierda, un matrimonio de Tampa, Florida, "anda -les digo por eso de la fraternidad que comentaba antes-, un hermano mío estuvo hace años un verano". Y la señora que tienen a su lado -que cuando asome el Rey por la puerta sólo sabrá decir "¡qué guapo, qué guapo!" en modo-adolescente-loca con Justin Bieber- le dice al de Tampa que qué tal con Trump, bueno, "¿Y qué tal con 'tran'?", así, de sopetón, con deje curiosón y tendencioso esperando una respuesta muy distinta a la que le da el de Tampa, que dice que "claro, hay que estar allí, yo como latino no me siento amenazado". Pero qué vas a decir cuando pega taaan poco hablar de la situación política de Estados Unidos.

Y sale el Rey y se me acerca, bueno, a meterse en el coche, pero por mi lado, y me saluda -sí, a mí, mirándome a los ojos y con una sonrisa de morirte, "pero qué simpático es este tío y qué buena planta"- y yo me sorprendo a mí misma saludándole como lo hace mi sobrina de 3 años cuando dice adiós a la gente, ese gesto de la mano que en los niños es tan mono pero que en un adulto queda hasta raro. Muy ridícula me siento pero como el Rey no para de mirarme, pues yo no paro de saludarle.

Y el señor de mi derecha grita "¡Viva el Rey!" y "¡Viva España!", y entonces a mí me parece que estoy en la peli "¿Dónde vas Alfonso XII?" con ese Vicente Parra tan lucido y lustroso y esa Paquita Rico que ya me hubiera a mí gustado de reina de verdad. Y nada, yo que sigo saludando al Rey, y él que se mete en el coche, me mira por la ventanilla y otra vez me saluda, y yo otra vez con el movimiento absurdo de la mano. ¿Pero qué hago? Si le tenía que haber preguntando que qué está haciendo él como Jefe del Estado español ahora que hay tanto lío con los catalanes... Pero no, sólo puedo saludar y sonreír. Vaya ridiculez.

Sí, Majestad, era yo. La del bolso en bandolera, los vaqueros, las zapas rojas All Star y la camisa azul de lunares blancos y mangas con volantitos (y olé) que, por cierto -y con mucho acierto- me regalaron por mi cumpleaños amigos periodistas, alguno de los cuales trabaja en Vocento, cuya celebración de su 15 aniversario hoy presidía. Si es que nos une más de lo que nos separa. En general, como con todos.

Ah, Letizia también estaba (en la foto, detrás del guardaespaldas; no se la ve).

5 de abril de 2017

Pueblos marcados por los crímenes


Es inquietante que haya pueblos en España en los que, a lo largo de la historia reciente, se hayan producido varios episodios criminales. No sé si podrá haber una explicación científica al hecho de que a vecinos de una misma localidad les dé por cometer algunos de los crímenes más sonados de la crónica negra de nuestro país. Pero el hecho es que ha sucedido. El último caso, el de Campo de Criptana. Pero no ha sido el único, porque en cuanto oigo lo que recientemente ha pasado en esta localidad de Ciudad Real me acuerdo de Santomera, en Murcia, y no puedo dejar de pensar en que vaya casualidad.

Paraje en el que se encontró el cadáver de Inmaculada Arteaga.
Lo de Campo de Criptana es sonadísimo porque en este pequeño municipio de apenas 15.000 habitantes y en el que según ‘la wikipedia’ se conservan una buena muestra de molinos de viento como los que Don Quijote confundió con gigantes, se llevó a cabo la primera gran recogida masiva de ADN en España para tratar de resolver el asesinato de Inmaculada Arteaga. Fue la noche del 17 de marzo de 2001 cuando a esta niña de 14 años le aplastaron el cráneo en un descampado de la localidad. La investigación de la Guardia Civil no daba frutos y la gente comenzaba a ponerse nerviosa. Habían pasado años y nadie daba con el asesino de Inmaculada. Hasta que se decidió someter a la prueba del ADN a todos los jóvenes (y algunos no tanto) de la localidad y alrededores. Hasta un total de 350 se prestaron a que los agentes les pasara un bastoncillo blanco por las encías para extraer una muestra de su identidad genética, usando una técnica que tan exitosos resultados policiales ha dado. Y así fue como cayó Santiago Q.R., 5 años después del crimen, un “chico normal de una familia trabajadora”, frase hecha que no dice absolutamente nada, que aquella noche, ante la negativa de Inmaculada a mantener relaciones con él, enloqueció. Reconoció los hechos y fue condenado a 14 años de prisión.

La semana pasada, la localidad manchega volvía a ser el escenario de un brutal crimen: Ana María, de 42 años, y sus hijos Daniel y Paula, de 8 y 5 años respectivamente, fueron asfixiados hasta la muerte por el marido y padre de las criaturas, Manuel, que después se suicidó lanzándose por la ventana. No se sabe qué permitió que la tragedia no fuera a más, ya que antes de saltar, Manuel abrió al espita del gas de la cocina para que todo el vencindario volara por los aires.

Campo de Criptana. Y luego está Santomera, en Murcia. Aquí, una noche de primavera de 2008, Ángel salió del bar que regentaba con la cabeza de su madre debajo del brazo y se paseó por todo el pueblo mientras la acariciaba y le decía “Ahora estás callada… Cuánto te quiero”. Es el descuartizador de Santomera, al que su propia madre temía, tanto que fue  a un programa de televisión a pedir ayuda para su chico esquizofrénico y a decir que si no, cualquier día la mataba. Y vaya si se cumplió.
 
La parricida de Santomera, junto a su marido en el entierro de sus hijos.
Unos años antes, en 2002, una mujer rota de dolor enterraba a sus dos hijos pequeños, de 6 y 4 años, que habían sido estrangulados con un cable de cargador de móvil en su casa de esta misma localidad murciana. Pero la Guardia Civil está casi convencida de que tras la venda con la que se tapa una de sus manos están las heridas de defensa de sus propios hijos, y tras el sepelio, es detenida. Paquita, que así es como se llama la parricida, actuó en lo que en el argot criminalístico se conoce como síndrome de Medea, esto es, matar a los propios hijos para hacer daño al marido-padre en un ataque de celos. Eso sí, plenamente consciente de sus actos y sabiendo distinguir entre el bien y el mal. Porque no todo el que mata está loco. El malo existe. Paquita fue condenada a 40 años de cárcel, y el año pasado disfrutó de su primer permiso carcelario.