4 de julio de 2021

Mi último verano en Escocia y sobre el padre Donald y Abrahán

Mi último verano en Escocia (y único) fue en 2006. Aterrizamos en algún momento del mes de agosto un buen grupo de amigos, de cuando estábamos todos solteros y sin compromiso, y éramos felices, y viajábamos, y nos reíamos por todo, y dormíamos poquísimo y nos levantábamos tan frescos, y nos daba por cantar en cualquier sitio, y no nos dolía nada. 

Fue el verano que se neutralizó un nuevo ataque terrorista en Estados Unidos y la vuelta a España se complicó con las medidas extremas de seguridad. El verano en el que aprendí y disfruté conduciendo por la derecha; el verano en el que casi me cargo a un ciervo que saltó una noche en medio de la carretera; el verano en el que nos quedamos tirados en medio de la nada porque a uno de los coches le pusimos gasolina en vez de gasoil (o al revés) y descubrimos la extrema amabilidad de los escoceses (We’re Scottish!, nos justificaron); el verano en el que conquisté sin yo quererlo al granjero vecino y ya puestos pensé que ni tan mal vivir en una casa de esas por los siglos de los siglos aunque fuera durante un tiempo con un marido que me triplicaba la edad; el verano de las pintas y sobre todo del whisky (cada noche, una copita de uno diferente, a palo seco y sin hielo, para probar todos los escoceses al fuego de la chimenea, con mi Ducados y mi amigo Angelito, compañero de cataduras, para hacerme a la vuelta fan número uno del 100 Pipers); el verano de la mejor siesta de mi vida, en el parque a los pies del castillo de Edimburgo; el verano en el que visualicé emocionada con mis propios ojos la espada de William Wallace y la llanura de Stirling, donde la batalla; el verano que me fasciné por la historia de Flora MacDonald y que descubrí a qué clan pertenecía el tartán de la falda de mi colegio; el verano que me compré, la única vez en mi vida, un CD de una banda que tocaba en plena calle, también de Edimburgo, porque me enamoré, esta vez de verdad, del escocés auténtico impresionante con pelo largo que tocaba el tambor. 

Y el verano que conocí al padre Donald. Fue el primer día. Volábamos a Glasgow y de ahí en coche a nuestra granja-mansión, en plena campiña escocesa pero cerca de Oban, una mini ciudad con una catedral católica imponente. Era domingo. Queríamos ir a misa y allí que nos plantamos por la tarde a ver qué había. Y no había nada porque la misa, la única, había sido por la mañana. Así que con todo el morro pensamos que ya que éramos unos cuantos, seguro que el cura nos decía una misa en exclusiva para nosotros. Y así conocimos al padre Donald. 

El padre Donald estaba cenando tan tranquilo en su casita colindante al templo cuando mi amiga Cris y yo llamamos a su puerta y le contamos así con mucho desparpajo y mucha cara de buenas y simpáticas que éramos Spanish, que queríamos ir a la Sunday mass pero que teníamos el problema de las horas y que igual a él no le importaba nada decirnos una. Nos miró, nos escuchó, terminó de tragar por eso de que le pillamos con la cena a medias y nos dijo que pasáramos todos a la iglesia, que nos sentáramos en el coro del presbiterio quietos y que esperáramos. Salió un buen rato después dispuesto a la misa. Y resultó que como había estudiado en Salamanca, que nos lo contó luego, la celebró en español. Sin homilía, que ya bastante, pero a nosotros esa misa nos supo a gloria.

Llevo desde 2006 recordando con mucha frecuencia, desde luego mucha más de lo normal en alguien con el que has coincidido tres segundos contados en tu vida, al padre Donald; hay algo que hace que vuelva de forma periódica a mi mente y a mi corazón. Lo volvimos a ver creo que un par de veces más: el domingo siguiente, ya en la misa a tiempo, y cuando nos volvíamos a España, para despedirnos y llevarle la comida que nos había sobrado en la granja-mansión. Pero a mí me marcó ese cura. Sin yo recordarlo como excesivamente amable en sus gestos y en sus formas, fue un padre de verdad por cómo nos cuidó espiritualmente aquel primer domingo en Escocia. Brujuleando en internet estos días, he sabido que el padre Donald (Canon Donald MacKay) murió en 2017 de cáncer, a los 67 años, y que había tenido mucho que ver en la conversión al catolicismo de la madre de Diana de Gales, de la que fue muy amigo. 

Abrahán, el de la Cañada

La otra persona que vi minutos contados en mi vida y que se me ha quedado clavada en el alma es Abrahán. A Abrahán lo conocí el viernes 12 de marzo por la noche, haciendo un reportaje sobre cómo Bocatas acompaña a los yonquis de la Cañada Real Galiana. 33 años. Desde los 13 tonteando con la droga y a los 16 ya enganchado. Ahora depende de la heroína y de la cocaína. Habitante de las Barranquillas, Pitis y de la cárcel por temporadas. 

Me acerqué a él, que dormía en una tienda de campaña tipo iglú instalada junto a la parroquia Santo Domingo de la Calzada, en pleno mayor supermercado de la droga de España, porque me atrajo como un imán.  Abrahán. Guapísimo, alto, unos ojos vidriosos por la droga pero con una chispa de algo que no sé si es una  esperanza de salir algún día de esa «mierda», o curiosidad, o simplemente necesidad de que alguien lo mirara a los ojos. Hablamos un poco, me contó, le di ánimos –«claro, pero tú ahora te vuelves a tu casa con tu familia», y, joder, es verdad–, le dije que iba a rezar por él... «¿Tú rezas?», me respondió sorprendido dentro de lo poco expresivo por lo de la droga, que más bien lo tenía aplatanado. 

Fascinada con Abrahán. Cuando llegué a casa y repasé el cuaderno de las notas (tomadas de aquella manera porque en la Cañada solo había la luz de las hogueras que montan con lo que sea) descubrí que el nombre de Abrahán estaba anotado sin ton ni son por toda la página... Abrahán. Hace unos días coincidí con Agustín, el párroco de la Cañada. Le pregunté por Abrahán. «Ya no está allí». Dios sabe a dónde habrá ido. Unos minutos y el chaval se me ha quedado en el corazón.  


 


14 de mayo de 2020

La sortija TIARA DE ESMERALDAS que transformará cada movimiento de mi mano en un espectáculo de luz y belleza



Creo que mi cabeza ha hecho un ejercicio, totalmente inconsciente pero muy sano, de ocultación de la realidad para no pensar en tanta irresponsabilidad y por tanto no enfadarme al ver a los de Núñez de Balboa-los que no llevan mascarillas-los que salen de 3 en 3 o de más en más a pasear-los que siguen sin mantener la distancia de seguridad-los del botellón o los del 2 de mayo y por eso hoy, mientras comía, me he quedado extasiada viendo el anuncio de la sortija TIARA CON DIAMANTES de Galería del Coleccionista, y escuchando esas cosas tan maravillosas que decía un señor con una voz muy sugerente.

“Porque en cada mujer se esconde el secreto de la elegancia…”, comienza diciendo, y ahí a mí ya me engancha porque no sé si en todas se esconde, y en las que se esconde, por qué no sale, y en las que sale, cómo han conseguido que no se esconda… Y sigue: “…porque solo las piedras preciosas escapan a los límites del tiempo…”. Aquí seguía yo con lo de la elegancia y no entendía la relación entre ambos conceptos hasta que se unen en lo que me estaba presentado Galería del Coleccionista: ¡¡el anillo TIARA DE ESMERALDAS!!


Y entonces el anillo empieza a girar y a brillar en la pantalla de mi tele y yo más embobada aún con tanto brilli-brilli que la realidad es que a mí también me gusta, no solo a mis sobrinas, en esto he salido a ellas, porque este anillo “es un sueño de alta joyería hecho realidad con –¡al loro!– más de 2 quilates de esmeraldas y diamantes engastados sobre oro –blanco, por cierto, me gusta– de primera ley”. Es lo más, ¿sí o no?

La voz sugerente explica que la sortija TIARA DE ESMERALDAS, y en el fondo lo de tiara le viene muy bien porque es estilo las de Letizia que casi no lleva porque le quedan grandes, está compuesto por 5 “impresionantes esmeraldas talla oval y 38 –¡38!– diamantes” que… Y AQUÍ YA ME QUEDO MUERTA, atentos: que “dan vida a un diseño eterno capaz de transformar cada movimiento de la mano en un espectáculo de luz y belleza”. ¡Telita fina!
 
“Capaz de transformar cada movimiento de la mano en un espectáculo de luz y belleza”. Y la mano de la modelo de la tele con la TIARA DE ESMERALDAS en el dedo no para de moverse y yo la verdad es que por más que me lo imagino solo acierto a que se me venga a la mente un estallido de cursilería de princesas Disney más que a mí misma con ese pedazo de anillo siendo fuente de luz y belleza sólo por llevarlo puesto.


Del precio, ni mu, aunque es “mucho menos” de lo que imaginamos y además se puede pagar en “cómodas cuotas” y lo bueno, “sin intereses”. Lo que sí está claro es que es una oportunidad única porque el señor de voz sugerente asegura tajante que la TIARA DE ESMERALDAS es una joya que pasará a formar parte de mi patrimonio familiar –¡ojo!– “como el más precioso legado”. Qué pena no tener hijos…

13 de abril de 2020

Sanitarios que curan cuerpos… y almas


Cuando el día 1 de marzo celebrábamos el cumpleaños de mi padre todos juntos en familia (sí, 1 de marzo, todos juntos, apelotonados de hecho, en un restaurante en el que había mucha gente porque además ese día era el Clásico), yo le pregunté a mi hermano pequeño, Pablo, médico, si realmente era tan grave el coronavirus, porque en aquella época estábamos todavía en la fase de “esto es una simple gripe que vamos a pasar todos”. Y mi hermano, con ese laconismo que le caracteriza, todo lo contrario a mí, ya lo comento yo todo por él, me dijo: “Bego, este virus para el mundo”.

Pues eso. El Papa Francisco ha cerrado el círculo identificando a los sanitarios con los santos de la puerta de al lado y ha recomendado a los jóvenes pero en realidad a todos que nos fijemos en los héroes de verdad, que no son los que tienen fama, dinero, éxito o poder, sino los que se están dejando la piel por curar a los enfermos y por hacer la vida mejor a los de alrededor. Mis héroes tienen nombres propios: Pablo y su mujer, María, también médico. Y mis otras heroínas con nombre, Marta y Cuca, enfermeras, amigas.

Mientras yo estaba intentado sacar entradas para un concierto de Camela el 7 de marzo en el WiZink Center o pensando en aprovechar las últimas rebajas o llenando de adornos y de parafernalia mi agenda, mi Semana Santa y hasta mis vacaciones de verano, y pensando en que no podía retrasar más la rematriculación en mi gimnasio -vaya ironía, ahora el ejercicio lo hago en casa-, ellos se angustiaban porque sabían que los hospitales se iban a saturar, que moriría gente porque no habría forma de atender a todos y que no tenían equipación para protegerse de un virus que se contagia con mirarlo.

Sabían lo que ahora ya todos hemos visto. Y a mis padres los confinaron en casa una semana antes con el mantra “ahora no os podéis contagiar, ahora no. Que pasen unas semanas, pero ahora no”. Veían el pico y la curva con la claridad de la mejor versión de Fernando Simón. Y veían cómo sus urgencias se iban saturando y cómo sus hospitales iban liberando plantas, para ucis y para no ucis, pero para coronavirus en definitiva. Cuando empezaron a ocupar camas una detrás de otra, “son de la edad de papá y mamá, Bego”, había un nudo grande en la garganta porque junto a ellos llegaron los protocolos de actuación para cuando murieran.

Y mi hermano pequeño y mi cuñada, pero también mis enfermeras, llevan semanas con sus capas de superhéroes por sus hospitales. Agotados y con los riesgos pero cumpliendo su deber que a la vez es su vocación: salvar vidas. Ellos dicen que no hacen nada extraordinario, que es lo que han hecho siempre pero que ahora se ve. ¡Pues qué bien que se vea! Porque en una sociedad en la que se avanzaba en la cultura de la muerte, ver a nuestros sanitarios luchando por la vida es alentador.

Y verles no sólo curando cuerpos sino también almas es para llorar: como me contaba un amigo, saber que un padre del que no has podido despedirte ha muerto tranquilo y preparado porque te lo ha dicho por teléfono el médico que le atendía da paz. Mucha paz. Aunque el duelo haya que hacerlo después; pero de momento, hay paz.

Y dentro del desconcierto y la angustia, los sanitarios tienen sus recompensas: los aplausos, desde aquel primero del 14 de marzo, que les hicieron llorar; las comidas que les envían al hospital; el “gracias, tía María, por cuidar a los enfermos del coronavirus; te quiero mucho” que mandó en vídeo mi sobrina mayor; y un cartel que una mañana se encontró mi cuñada en la puerta de la habitación de uno de los enfermos, escrito de su puño y letra: “Gracias por ser nuestros super héroes. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”.


5 de abril de 2020

Este año, desde casa, la cofradía está formada




Si todo hubiese sido normal, yo ahora mismo no estaría escribiendo esto sino, como siempre el Domingo de Ramos, planchando, ya deprisa y corriendo porque siempre me pilla el toro, la túnica para salir, esta tarde, a las 18:30, en estación de penitencia con mi hermandad, los Estudiantes de Madrid. Tendría que comer ya rápido por lo de la hora pegada, coger el coche y bajar la A-6 más rápido todavía (algún año ha caído multa por eso de las prisas), llegaría a la zona de las Vistillas a buscar aparcamiento (sin mucho problema, eso se da bien), y enfilaría la calle Sacramento desde la iglesia castrense con mi capirote en la mano, mis zapatos negros, lisos, sin cordones, mi túnica, mi medalla de hermana y mi papeleta de sitio.

Y luego la calle de San Justo, y desde ahí giraría a la calle de la Pasa para llegar a la plaza del Conde de Barajas, donde las cuadrillas de costaleros estarían picando algo en las terracitas (¡sí, terracitas al sol para una cerveza!) porque necesitan estar fuertes, les espera mucha trabajadera por delante, y accedería a la basílica por el pasadizo del Panecillo. Me volvería a encontrar con las caras conocidas y queridas de hermanos con los que hemos estado, días, semanas, limpiando la candelería para que Nuestra Señora brille como nunca y ayudando en el montaje del paso de palio y del Señor.

Buscaría en qué tramo me toca este año -los últimos, muy cerquita de la Virgen- y me bajaría a la cripta porque allí es donde los nazarenos nos vestimos. Pediría ayuda para colocar la cola por dentro del cinturón de esparto y que quede con la caída justa, y de nuevo arriba, al templo, con parada intermedia previa en las damas de mantilla porque allí hay un servicio y además me encanta ver cómo se arreglan la peinta.

Mucho bullicio de hermanos pero con todo el respeto del mundo ya dentro de la basílica, donde pronto comenzaría la Eucaristía, con nuestros titulares al fondo, junto a la puerta de entrada, mirando hacia el altar -de momento, son ellos, el Cristo de la Fe y del Perdón y María Santísima Inmaculada, Madre de la Iglesia, los que nos custodian; más adelante, nosotros a ellos, por las calles de Madrid-.


La misa acabaría, rápida, sin ramos, austera dentro de una solemnidad inmensa, como lo es la hermandad por otro lado, y entonces llegaría el momento de formar la cofradía. Nombrados uno a uno, los hermanos nos iríamos colocando tal y como vamos a salir en nuestra estación de penitencia. Mientras, se estarían encendiendo los cirios y los costaleros se pondrían en marcha para girar los pasos y que miraran al frente, a la puerta. Llegaría nuestro cardenal, don Carlos, como todos los años, nos diría unas palabras, nos bendeciría. Nuestro hermano mayor nos recordaría que vamos a llevarle al Señor y a la Madre a todas las gentes de Madrid, para consolar sus dolores, que testimoniamos nuestra fe con nuestra salida procesional.

Último whatsapp rápido a la familia para que me tuvieran localizada, “voy según avanza la procesión a la derecha, delante de la Virgen” porque luego yo les guiño el ojo y mis sobrinas me sonríen como con vergüenza (les cuesta creer que la ‘tía Bego’ sea la que está debajo del capirote). Y entonces, en medio de un silencio sepulcral, se abrirían las puertas del templo, y los que llevan horas esperando fuera, aplaudirían, y a mí me entraría esa emoción inmensa al ver salir al Señor (“ya está en la calle, consolando”) y al comenzar a bajar la rampa para girar hacia la derecha. Y de nuevo en la calle de San Justo pero esta vez con la cara tapada, oiría las indicaciones del capataz para que la Virgen salga como una reina, ella también a consolar y, junto al Señor, a dejarse querer por el público. Porque sí, cada uno, a su manera porque los quereres son así, los quieren.

Y cuando sonara el himno de España es que la Señora ya habría salido, y comenzarían seis horas largas de estación de penitencia en las que iría viendo miradas de admiración, de respeto, de curiosidad, de reverencia, de veneración, de tristeza, de paz. Y oiría comentarios (“ay, a mí esto me da miedo”, “hija, las cosas de Jesús nunca dan miedo”), aunque pocos, casi ninguno. Yo lo entiendo, me quedo muda ante la grandeza. Y en una estación de penitencia, grandeza hay de sobra. Y pasaríamos por el Madrid de los Austrias y esas callejuelas estrechas en las que los costaleros se lo curran a base de bien, y en las que oiríamos algunas saetas, y me quemaría la mano con la cera que chorrea, a cada poco, de mi cirio. Y ya de madrugada nos recogeríamos de nuevo en la basílica, y vería a los monaguillos, algunos tan pequeñitos, aguantado como pocos.


Y cuando nos pudiéramos descubrir la cara, ya dentro del templo, nos miraríamos entre los hermanos, rostros cansados pero alegres. Un año más, un estación de penitencia más. Y me pasaría por la Casa de Hermandad para dejar la túnica, saludando a todos (¡¡sí, dándonos besos y abrazos!!), felices, con la fecha del Domingo de Ramos próximo en la mente porque siempre hay quien la recuerda en voz alta. Y volvería a casa con la certeza de que a Jesús y a María los tengo que sacar a las gentes todos los días de mi vida, no sólo el Domingo de Ramos, pero sabiendo que este día es único en todo el año.

Todo esto, si hubiera sido un Domingo de Ramos normal. Pero este no lo es. Soy nazarena desde casa. Quizás en septiembre salgamos, como dijo el cardenal Sarah. Saldremos, ¡claro que saldremos! De momento hoy, 5 de abril, Domingo de Ramos del año 2020, con un espíritu penitente, desde nuestras casas, “la cofradía está formada”.