Si todo hubiese sido normal, yo ahora mismo no estaría escribiendo
esto sino, como siempre el Domingo de Ramos, planchando, ya deprisa y corriendo
porque siempre me pilla el toro, la túnica para salir, esta tarde, a las 18:30,
en estación de penitencia con mi hermandad, los Estudiantes de Madrid. Tendría
que comer ya rápido por lo de la hora pegada, coger el coche y bajar la A-6 más
rápido todavía (algún año ha caído multa por eso de las prisas), llegaría a la
zona de las Vistillas a buscar aparcamiento (sin mucho problema, eso se da
bien), y enfilaría la calle Sacramento desde la iglesia castrense con
mi capirote en la mano, mis zapatos negros, lisos, sin cordones, mi túnica, mi
medalla de hermana y mi papeleta de sitio.
Y luego la calle de San Justo, y desde ahí giraría a la calle de la Pasa para llegar a la plaza del Conde de Barajas, donde las cuadrillas de costaleros estarían picando algo en las terracitas
(¡sí, terracitas al sol para una cerveza!) porque necesitan estar fuertes, les
espera mucha trabajadera por delante, y accedería a la basílica por el pasadizo
del Panecillo. Me volvería a encontrar con las caras conocidas y queridas de
hermanos con los que hemos estado, días, semanas, limpiando la candelería para
que Nuestra Señora brille como nunca y ayudando en el montaje del paso de palio
y del Señor.
Buscaría en qué tramo me toca este año -los últimos, muy cerquita de la Virgen- y me bajaría a la cripta porque allí es donde los nazarenos nos vestimos. Pediría ayuda para colocar la cola por dentro del cinturón de esparto y que quede con la caída justa, y de nuevo arriba, al templo, con parada intermedia previa en las damas de mantilla porque allí hay un servicio y además me encanta ver cómo se arreglan la peinta.
Mucho bullicio de hermanos pero con todo el respeto del
mundo ya dentro de la basílica, donde pronto comenzaría la Eucaristía, con nuestros titulares al fondo, junto a la puerta de entrada, mirando hacia el altar -de
momento, son ellos, el Cristo de la Fe y del Perdón y María Santísima Inmaculada, Madre de la Iglesia, los que
nos custodian; más adelante, nosotros a ellos, por las calles de Madrid-.
La misa acabaría, rápida, sin ramos, austera dentro de una solemnidad inmensa, como lo es la hermandad por otro lado, y entonces llegaría el momento de formar la cofradía. Nombrados uno a uno, los hermanos nos iríamos colocando tal y como vamos a salir en nuestra estación de penitencia. Mientras, se estarían encendiendo los cirios y los costaleros se pondrían en marcha para girar los pasos y que miraran al frente, a la puerta. Llegaría nuestro cardenal, don Carlos, como todos los años, nos diría unas palabras, nos bendeciría. Nuestro hermano mayor nos recordaría que vamos a llevarle al Señor y a la Madre a todas las gentes de Madrid, para consolar sus dolores, que testimoniamos nuestra fe con nuestra salida procesional.
Último whatsapp rápido a la familia para que me tuvieran localizada, “voy según avanza la procesión a la derecha, delante de la Virgen” porque luego yo les guiño el ojo y mis sobrinas me sonríen como con vergüenza (les cuesta creer que la ‘tía Bego’ sea la que está debajo del capirote). Y entonces, en medio de un silencio sepulcral, se abrirían las puertas del templo, y los que llevan horas esperando fuera, aplaudirían, y a mí me entraría esa emoción inmensa al ver salir al Señor (“ya está en la calle, consolando”) y al comenzar a bajar la rampa para girar hacia la derecha. Y de nuevo en la calle de San Justo pero esta vez con la cara tapada, oiría las indicaciones del capataz para que la Virgen salga como una reina, ella también a consolar y, junto al Señor, a dejarse querer por el público. Porque sí, cada uno, a su manera porque los quereres son así, los quieren.
Y cuando sonara el himno de España es que la Señora ya habría
salido, y comenzarían seis horas largas de estación de penitencia en las que iría viendo
miradas de admiración, de respeto, de curiosidad, de reverencia, de veneración,
de tristeza, de paz. Y oiría comentarios (“ay, a mí esto me da miedo”, “hija,
las cosas de Jesús nunca dan miedo”), aunque pocos, casi ninguno. Yo lo
entiendo, me quedo muda ante la grandeza. Y en una estación de penitencia,
grandeza hay de sobra. Y pasaríamos por el Madrid de los Austrias y esas
callejuelas estrechas en las que los costaleros se lo curran a base de bien, y en
las que oiríamos algunas saetas, y me quemaría la mano con la cera que chorrea,
a cada poco, de mi cirio. Y ya de madrugada nos recogeríamos de nuevo en la basílica,
y vería a los monaguillos, algunos tan pequeñitos, aguantado como pocos.
Y cuando nos pudiéramos descubrir la cara, ya dentro del templo, nos miraríamos entre los hermanos, rostros cansados pero alegres. Un año más, un estación de penitencia más. Y me pasaría por la Casa de Hermandad para dejar la túnica, saludando a todos (¡¡sí, dándonos besos y abrazos!!), felices, con la fecha del Domingo de Ramos próximo en la mente porque siempre hay quien la recuerda en voz alta. Y volvería a casa con la certeza de que a Jesús y a María los tengo que sacar a las gentes todos los días de mi vida, no sólo el Domingo de Ramos, pero sabiendo que este día es único en todo el año.
Todo esto, si hubiera sido un Domingo de Ramos normal. Pero
este no lo es. Soy nazarena desde casa. Quizás en septiembre salgamos, como
dijo el cardenal Sarah. Saldremos,
¡claro que saldremos! De momento hoy, 5 de abril, Domingo de Ramos del año 2020,
con un espíritu penitente, desde nuestras casas, “la cofradía está formada”.
Preciosa crónica de la procesión de tu Hermandad. Veremos esta tarde la del año 2019 (a las 6,15) por Telemadrid Te recordaremos! Elena y Enrique.
ResponderEliminar"Y volvería a casa con la certeza de que a Jesús y a María los tengo que sacar a las gentes todos los días de mi vida, no sólo el Domingo de Ramos, pero sabiendo que este día es único en todo el año." Cuanta belleza y cuanta verdad para los que tenemos la suerte de respirar el mismo aire del Cristo y de María Santísima!!!! Gracias Bego por la estación de hoy.
ResponderEliminar