Cuando mi abuela murió llevaba años enganchada a una máquina. La que le suministraba el alimento y le mantenía la hidratación. Ya no se levantaba de la cama, no hablaba y no se podía mover. Enfermedad neurodegenerativa. Casi un vegetal. Pero le decías: "Yaya, ¿estás contenta? ¡Pues a ver esa sonrisa!", y salía de su extraño letargo, te miraba y se esforzaba por sonreírte. Se la podía haber desconectado perfectamente de esa máquina que le daba de comer y muchos hubieran pensado que "claro, total, para estar así, mejor morirse, que se vaya dignamente, hombre, que ya ha sufrido bastante, en fin, tiene ya noventa y tantos años, la guerra, el hambre, y ahora así, que no puede ni hablar... Tiene derecho a descansar, hombre, ya está bien". Y es verdad. Había vivido mucho, había sufrido mucho.
Pero si se la hubiera dejado "morir dignamente", mi abuela hubiera muerto, con premeditación y a propósito, de hambre y de sed, vamos, de inanición. Lo cual, por otro lado, es muy indigno. La dignidad se tiene sólo por el hecho de ser persona, no por sus circunstancias vitales. No es menos digno un pobre que un rico, como tampoco lo es un enfermo que un sano. La persona es valiosa en sí misma. Pero además, ella y nosotros habríamos perdido tanto... No se habrían curado heridas, cerrado etapas, abierto nuevas puertas a los amores y cariños de madre, de hijo, de nietos... No habría muerto en paz. Mi abuela, sin poder moverse ni hablar y enganchada a una máquina que le daba de comer, hizo mucho más de lo que nadie se puede imaginar. Sólo los que estuvimos cerca lo sabemos. Y se sintió muy querida, cuidada y atendida.
El sufrimiento es difícil de entender porque nos violenta en lo más profundo de nuestro ser. Pero es inevitable. Existe. Y engrandece vidas. Es injusto privarle a alguien de la vida, y privarse de esa vida maravillosa que tanto puede dar a los seres queridos, aún desde una cama y con dolor, hasta su muerte no provocada. Lo digo porque lo he visto. Eso sí que es una muerte digna.