Mi último verano en Escocia (y único) fue en 2006. Aterrizamos en algún momento del mes de agosto un buen grupo de amigos, de cuando estábamos todos solteros y sin compromiso, y éramos felices, y viajábamos, y nos reíamos por todo, y dormíamos poquísimo y nos levantábamos tan frescos, y nos daba por cantar en cualquier sitio, y no nos dolía nada.
Fue el verano que se neutralizó un nuevo ataque terrorista en Estados Unidos y la vuelta a España se complicó con las medidas extremas de seguridad. El verano en el que aprendí y disfruté conduciendo por la derecha; el verano en el que casi me cargo a un ciervo que saltó una noche en medio de la carretera; el verano en el que nos quedamos tirados en medio de la nada porque a uno de los coches le pusimos gasolina en vez de gasoil (o al revés) y descubrimos la extrema amabilidad de los escoceses (We’re Scottish!, nos justificaron); el verano en el que conquisté sin yo quererlo al granjero vecino y ya puestos pensé que ni tan mal vivir en una casa de esas por los siglos de los siglos aunque fuera durante un tiempo con un marido que me triplicaba la edad; el verano de las pintas y sobre todo del whisky (cada noche, una copita de uno diferente, a palo seco y sin hielo, para probar todos los escoceses al fuego de la chimenea, con mi Ducados y mi amigo Angelito, compañero de cataduras, para hacerme a la vuelta fan número uno del 100 Pipers); el verano de la mejor siesta de mi vida, en el parque a los pies del castillo de Edimburgo; el verano en el que visualicé emocionada con mis propios ojos la espada de William Wallace y la llanura de Stirling, donde la batalla; el verano que me fasciné por la historia de Flora MacDonald y que descubrí a qué clan pertenecía el tartán de la falda de mi colegio; el verano que me compré, la única vez en mi vida, un CD de una banda que tocaba en plena calle, también de Edimburgo, porque me enamoré, esta vez de verdad, del escocés auténtico impresionante con pelo largo que tocaba el tambor.
Y el verano que conocí al padre Donald. Fue el primer día. Volábamos a Glasgow y de ahí en coche a nuestra granja-mansión, en plena campiña escocesa pero cerca de Oban, una mini ciudad con una catedral católica imponente. Era domingo. Queríamos ir a misa y allí que nos plantamos por la tarde a ver qué había. Y no había nada porque la misa, la única, había sido por la mañana. Así que con todo el morro pensamos que ya que éramos unos cuantos, seguro que el cura nos decía una misa en exclusiva para nosotros. Y así conocimos al padre Donald.El padre Donald estaba cenando tan tranquilo en su casita colindante al templo cuando mi amiga Cris y yo llamamos a su puerta y le contamos así con mucho desparpajo y mucha cara de buenas y simpáticas que éramos Spanish, que queríamos ir a la Sunday mass pero que teníamos el problema de las horas y que igual a él no le importaba nada decirnos una. Nos miró, nos escuchó, terminó de tragar por eso de que le pillamos con la cena a medias y nos dijo que pasáramos todos a la iglesia, que nos sentáramos en el coro del presbiterio quietos y que esperáramos. Salió un buen rato después dispuesto a la misa. Y resultó que como había estudiado en Salamanca, que nos lo contó luego, la celebró en español. Sin homilía, que ya bastante, pero a nosotros esa misa nos supo a gloria.
Llevo desde 2006 recordando con mucha frecuencia, desde luego mucha más de lo normal en alguien con el que has coincidido tres segundos contados en tu vida, al padre Donald; hay algo que hace que vuelva de forma periódica a mi mente y a mi corazón. Lo volvimos a ver creo que un par de veces más: el domingo siguiente, ya en la misa a tiempo, y cuando nos volvíamos a España, para despedirnos y llevarle la comida que nos había sobrado en la granja-mansión. Pero a mí me marcó ese cura. Sin yo recordarlo como excesivamente amable en sus gestos y en sus formas, fue un padre de verdad por cómo nos cuidó espiritualmente aquel primer domingo en Escocia. Brujuleando en internet estos días, he sabido que el padre Donald (Canon Donald MacKay) murió en 2017 de cáncer, a los 67 años, y que había tenido mucho que ver en la conversión al catolicismo de la madre de Diana de Gales, de la que fue muy amigo.
Abrahán, el de la Cañada
La otra persona que vi minutos contados en mi vida y que se me ha quedado clavada en el alma es Abrahán. A Abrahán lo conocí el viernes 12 de marzo por la noche, haciendo un reportaje sobre cómo Bocatas acompaña a los yonquis de la Cañada Real Galiana. 33 años. Desde los 13 tonteando con la droga y a los 16 ya enganchado. Ahora depende de la heroína y de la cocaína. Habitante de las Barranquillas, Pitis y de la cárcel por temporadas.
Me acerqué a él, que dormía en una tienda de campaña tipo iglú instalada junto a la parroquia Santo Domingo de la Calzada, en pleno mayor supermercado de la droga de España, porque me atrajo como un imán. Abrahán. Guapísimo, alto, unos ojos vidriosos por la droga pero con una chispa de algo que no sé si es una esperanza de salir algún día de esa «mierda», o curiosidad, o simplemente necesidad de que alguien lo mirara a los ojos. Hablamos un poco, me contó, le di ánimos –«claro, pero tú ahora te vuelves a tu casa con tu familia», y, joder, es verdad–, le dije que iba a rezar por él... «¿Tú rezas?», me respondió sorprendido dentro de lo poco expresivo por lo de la droga, que más bien lo tenía aplatanado.
Fascinada con Abrahán. Cuando llegué a casa y repasé el cuaderno de las notas (tomadas de aquella manera porque en la Cañada solo había la luz de las hogueras que montan con lo que sea) descubrí que el nombre de Abrahán estaba anotado sin ton ni son por toda la página... Abrahán. Hace unos días coincidí con Agustín, el párroco de la Cañada. Le pregunté por Abrahán. «Ya no está allí». Dios sabe a dónde habrá ido. Unos minutos y el chaval se me ha quedado en el corazón.